Juan Luis Moraza.
Trabajo Absoluto. Galería Espacio Mínimo
Cristina Salcedo Solís
“Cada vez más estamos obligados a ser productivos hasta
cuando dormimos o cuando soñamos, hasta en el amor o la amistad, hasta en el
descanso o la diversión. Si no contribuye a un incremento de la riqueza, vivir
es considerado una forma de pereza”.
Con locuciones tan absolutamente lapidarias como esta, Juan
Luis Moraza, profesor de escultura de la Universidad de Vigo y miembro fundador
del CVA, conforma su primera exposición en la Galería Espacio Mínimo, Trabajo Absoluto. Si recordamos su
exposición República, del 2014,
encontraremos los motivos por lo que ésta nueva muestra es una continuación o
desarrollo de la acogida en el Museo Reina Sofía –esos pequeños y firmes
pilares alegóricos, esas estructuras delatoras que marcan el paso del tiempo,
sin decirte hora alguna- además de las más antiguas, Implejidades (2010) y Software
(2011).
Moraza, que parece tener predilección por las formas
simbólicas, analiza una vez más la sociedad contemporánea, cada vez más
desgastada y consumida. Sus gigantescas tizas antropomorfas, que sugieren una
estrecha relación industrializada del hombre con sus decisiones, no son más que
una metáfora de cómo éstas últimas horadan nuestra existencia de una manera sin
duda paradójica.
Ya en República,
el artista quería mostrar al mundo la complejidad de las relaciones del hombre,
más aún, “la relación entre las partes y el todo, y el modo en el que uno forma
parte de algo mucho mayor que él”. Concepto que, sin duda, podemos llevar a Trabajo absoluto: La industria. El
trabajo. Cómo la primera ha transformado y distorsionado al segundo y lo ha
convertido en un credo vital que envuelve cada resquicio de nuestro
comportamiento de una manera casi mecánica. Lo que para Moraza representa un
verdadero privilegio –su proceso creativo, su trabajo- se ha visto prostituido
de tal manera por los procesos de industrialización –que son ya casi
filosofía-, que desembocan en sentencias como “El trabajo no deja de tener un
cierto parentesco con el miedo” o “Los expertos son los profetas de la religión del trabajo”, que inundan
nuestros ojos en su obra “Calendario de fiestas laborables” –todas, las 366,
por supuesto, el 1 de mayo, como si por gozar de un día propio se pudiera
redimir el daño- y nuestros oídos en “La fiesta como oficio”, presidida por un
imponente reloj, que casi parece enjuiciar, y que podría enloquecer casi tanto
o más que un corazón aún palpitante bajo
el pavimento.
Las obras, que interactúan y se refuerzan entre ellas –como
“Erosis”, aquellas ya citadas tizas de yeso antropomorfas, y “Nofondos”,
pizarras negras blanqueadas por tiza- demuestran que el poder de aquello que
está por encima de nosotros, ese todo del
que somos parte, no solo afecta a una parcela de nuestra vida, sino que ha
inundado cada uno de los ámbitos de la misma, que ahora no son más que monedas
de cambio, irremediablemente
cuantificables.
Trabajo absoluto, porque queremos crear una ilusión de
consciencia inalienable, de individualidad enfermiza, que quizá sea el efecto
secundario de todo aquello que hemos construido y que extingue, paciente, lo
que nos hacía diferentes. Porque incluso lo más privado e íntimo de nuestro ser
ha de ser productivo, aunque nos
creamos disidentes, aunque creamos que luchamos contra ello.
Juan Luis Moraza nos demuestra, una vez más, nuestro avance
–o retroceso- social y, casi se diría, individual, mediante 4 obras
portentosas, que a todos nos harán reflexionar sobre nuestra historia y persona,
sobre cómo el pasado nos atrapa y nos señala con el dedo acusador que roza
nuestras decisiones, decisiones que nos han creado a su imagen y semejanza.
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