Juan Luis Moraza. trabajo absoluto. Galería Espacio
Mínimo.
Pilar Berrozpe
La Galería Espacio Mínimo muestra
un engranaje de tres instalaciones de Juan Luis Moraza moduladas en tres
ritmos. Al compás machacante del troquelado,
un calendario de trescientos sesenta y seis unos de mayo celebra obsesivamente
el trabajo como fiesta. Moraza simboliza el castigo del Homo Faber sometido a
la dictadura del trabajo, lo tenga o no. Dando una vuelta de tuerca al détournement de Debord, Moraza
reemplaza todas las esferas de la vida por el trabajo absoluto en los aforismos de su particular Today series. La biopolítica ha
aniquilado el biorritmo. El trabajo es el nuevo santoral. No queda opción para
el azar en un calendario de pared, colgado como un ready-made malheureux. Sin embargo el trabajo del artista es una
fiesta, pero esa idea queda en suspenso, de momento.
Con los ritmos paradójicos de la
nostalgia y la precariedad, Moraza construye en un segundo espacio, un frágil y
casi invisible monumento al ídolo devorador del tiempo, el trabajo. Los
aforismos del trabajo aquí se convierten en letanía recitada a modo de
pensamiento obsesivo, un bajo continuo machacón. Como un gas, el trabajo lo
ocupa todo, idealmente 24/7, trescientos sesenta y cinco días, más uno –como las
condenas-, los años bisiestos. La ubicación en el sótano de la obra intensifica
la sensación aplastante del sonido, y las cintas y cadenas de la verbena del
trabajo se entretejen e impiden mirar hacia arriba.
La exposición se cierra o
reinicia con una instalación que entronca con la república que Moraza instauró el año pasado en el Museo Reina
Sofía. En un aula desmadrada se escenifica un tiempo interrumpido, el de la
infancia o el de la acción. Moraza invoca a sus maestros, siempre presentes en
su incesante juego de referencias, y a unos cuantos artistas invitados, del
tachismo, el expresionismo abstracto o el minimal más teatral. El artista ofrece un
laboratorio de tizas gigantes. Como maestro a sus pupilos, y como artista al
público, devuelve multiplicado lo que le dio Oteiza. Erosis es un espacio de deconstrucción y suspensión. Según Foucault, la escuela es el lugar donde se pone en marcha la maquinaria represiva para la reproducción de las estructuras sociales y de poder. Pero cuando falta el profesor de clase, el caos y la euforia se apropian del momento. La tiza, símbolo del poder normativo, se convierte en el instrumento del niño y del artista, que llena la pizarra de irracionalidades. Sólo en un contexto libre de reglas, el sujeto toma conciencia de su individualidad y de su capacidad de acción. Así, la deambulación en el bosque de tizas invita a la arquiescritura, a una experiencia anterior a la norma. La tiza como herramienta se convierte en un monumento a la posibilidad.
La poética de Moraza sigue la estela de las estrategias alegóricas sintetizadas por José Luis Brea. Los títulos de sus obras, como materia prima tallable, se convierten en paleologismos irónicos duchampianos. Erosis no es sólo una anomalía del eros y una erosión de la vida vivida, sugiere también la sutil presencia de Rrose Sélavy. La polisémica obra Nofondos, unas pizarras-lienzos colgadas en el aula, son unos híbridos contra la pureza de la pintura greenbergiana que denotan la penosa situación de la educación, la antesala del trabajo inestable.
Recorrer trabajo absoluto produce arritmia. Hay resonancias dentro de las
obras, rimas entre ellas y la producción anterior de Juan Luis Moraza. El
público puede entretenerse descodificando aforismos, o pasear –más bien
imaginar un paseo- en un crómlech caótico de tizas antropomórficas. La galería se convierte en
un lúdico espacio condensado para el détournement.
Fuera de la galería, trabajar, c’est la
vie.
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