jueves, 3 de marzo de 2016

TRABAJAR, C'EST LA VIE


Juan Luis Moraza. trabajo absoluto. Galería Espacio Mínimo.

Pilar Berrozpe
La Galería Espacio Mínimo muestra un engranaje de tres instalaciones de Juan Luis Moraza moduladas en tres ritmos.  Al compás machacante del troquelado, un calendario de trescientos sesenta y seis unos de mayo celebra obsesivamente el trabajo como fiesta. Moraza simboliza el castigo del Homo Faber sometido a la dictadura del trabajo, lo tenga o no. Dando una vuelta de tuerca al détournement de Debord, Moraza reemplaza todas las esferas de la vida por el trabajo absoluto en los aforismos de su particular Today series. La biopolítica ha aniquilado el biorritmo. El trabajo es el nuevo santoral. No queda opción para el azar en un calendario de pared, colgado como un ready-made malheureux. Sin embargo el trabajo del artista es una fiesta, pero esa idea queda en suspenso, de momento.

Con los ritmos paradójicos de la nostalgia y la precariedad, Moraza construye en un segundo espacio, un frágil y casi invisible monumento al ídolo devorador del tiempo, el trabajo. Los aforismos del trabajo aquí se convierten en letanía recitada a modo de pensamiento obsesivo, un bajo continuo machacón. Como un gas, el trabajo lo ocupa todo, idealmente 24/7, trescientos sesenta y cinco días, más uno –como las condenas-, los años bisiestos. La ubicación en el sótano de la obra intensifica la sensación aplastante del sonido, y las cintas y cadenas de la verbena del trabajo se entretejen e impiden mirar hacia arriba.  
La exposición se cierra o reinicia con una instalación que entronca con la república que Moraza instauró el año pasado en el Museo Reina Sofía. En un aula desmadrada se escenifica un tiempo interrumpido, el de la infancia o el de la acción. Moraza invoca a sus maestros, siempre presentes en su incesante juego de referencias, y a unos cuantos artistas invitados, del tachismo, el expresionismo abstracto o el minimal más teatral. El artista ofrece un laboratorio de tizas gigantes. Como maestro a sus pupilos, y como artista al público, devuelve multiplicado lo que le dio Oteiza.

Erosis es un espacio de deconstrucción y suspensión. Según Foucault, la escuela es el lugar donde se pone en marcha la maquinaria represiva para la reproducción de las estructuras sociales y de poder. Pero cuando falta el profesor de clase, el caos y la euforia se apropian del momento. La tiza, símbolo del poder normativo, se convierte en el instrumento del niño y del artista, que llena la pizarra de irracionalidades. Sólo en un contexto libre de reglas, el sujeto toma conciencia de su individualidad y de su capacidad de acción. Así, la deambulación en el bosque de tizas invita a la arquiescritura, a una experiencia anterior a la norma. La tiza como herramienta se convierte en un monumento a la posibilidad.

La poética de Moraza sigue la estela de las estrategias alegóricas sintetizadas por José Luis Brea. Los títulos de sus obras, como materia prima tallable, se convierten en paleologismos irónicos duchampianos. Erosis no es sólo una anomalía del eros y una erosión de la vida vivida, sugiere también la sutil presencia de Rrose Sélavy. La polisémica obra Nofondos, unas pizarras-lienzos colgadas en el aula, son unos híbridos contra la pureza de la pintura greenbergiana que denotan la penosa situación de la educación, la antesala del trabajo inestable.

Recorrer trabajo absoluto produce arritmia. Hay resonancias dentro de las obras, rimas entre ellas y la producción anterior de Juan Luis Moraza. El público puede entretenerse descodificando aforismos, o pasear –más bien imaginar un paseo- en un crómlech caótico de tizas antropomórficas. La galería se convierte en un lúdico espacio condensado para el détournement. Fuera de la galería, trabajar, c’est la vie.

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