Pilar Berrozpe
Hay eco en la Galería Elvira González. Por una parte, el eco
de la ausencia de Juan Muñoz es ensordecedor. Por otra parte, se siente la
vibración de los tambores de ARCO, donde los Muñozes no encuentran su espacio
para respirar, ni el silencio para susurrar.
La Galería Elvira González expone pinturas, grabados, fotografías
y esculturas producidas por Juan Muñoz entre 1989 y 2001. Las obras bidimensionales
colgadas en las paredes son testimonio del juego de Muñoz con el ilusionismo
del espacio. Cada estancia inventada por Muñoz contiene tensiones que producen
al público un efecto psicológico perturbador. Una sensación de inestabilidad,
de desequilibrio, de trampa, de engaño, inunda el ambiente. Armado con la tiza
del inspector de “Anatomía de un asesinato”, Muñoz deja la pista de un espacio sospechosamente
vacío donde no sabemos si algo ha sucedido ya, o está a punto de suceder. Mediante
la falsedad de las arquitecturas, Muñoz enfatiza
la teatralidad, y por lo tanto la temporalidad de la obra. Es imposible
observar la serie “Mobiliario”, unas parejas de muebles yuxtapuestos con
problemas de coherencia espacial, sin pensar en una secuencia, en una narración
temporal. La incongruencia de la iluminación del mobiliario dentro de cada pieza
remite a las falsas apariencias, pero también a una asincronía en la representación,
una dificultad en la percepción del tiempo, una imposibilidad de comprender la
situación.
La segunda propuesta de la exposición de Elvira González son
las esculturas. Juan Muñoz destacó como escultor por volver a la figura humana
cuando ya no se la esperaba. Sus figuras, insufladas de vida y a la vez huecas,
cobran sentido dentro de una determinada concepción arquitectónica. En la
galería hay dos conjuntos de propuestas: figuras dispuestas en arquitecturas imposibles
–como los balcones inaccesibles- que alejan al público de la obra, o esculturas
sin pedestal que permiten al público introducirse en la obra y recorrerla. De
este segundo tipo encontramos dos variantes: una pareja riendo frente a un
espejo donde el espectador se descubre –horrorizado- a sí mismo como un
extraño, y un chino autosuficiente riéndose que ocupa una sola estancia, potenciando
al máximo la presencia perturbadora de la falsa humanidad con la verdadera
humanidad. El resultado de la confrontación del espectador con la obra
escultórica de Muñoz es la experimentación de la alteridad durante la deambulación,
y una toma de conciencia de uno mismo.
El público queda marginado del mundo a pequeña escala
construido por Muñoz, estando a la vez dentro: está excluido de la diversión de
las parejas que se ríen, del que se ríe solo, del guardián apostado que parece
no estar sintiendo nada, pero tampoco necesitar a nadie. Se produce un intercambio
entre la figura inerte y la figura viva, generando un efecto de aislamiento e incomunicación
en los límites entre la realidad y la ficción. El espectador completa las
arquitecturas sin figuras, y las figuras sin arquitecturas. La bicromía
predominante refuerza el choque de dos mundos ahora unidos, sin que haya podido
desaparecer el misterio, ni la metáfora de la incomprensión. La pregunta que
resuena del primer momento al último de la exposición es ¿de qué se ríen? Al
final de la visita, si la obra ha operado convenientemente, surgen muchas
respuestas posibles. Puede que algunas no tengan gracia, por lo que la única
reacción aceptable, al final, es la risa.
Inevitablemente, la selección de obras de Elvira González no
puede reflejar la monumentalidad que alcanzó el proyecto de Muñoz en la sala de
turbinas de la Tate Modern, o en la póstuma exposición del Museo Reina Sofía en
2009. Es una pequeña muestra del gran universo de Juan Muñoz.
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